david nahon

16.11.24



Después de la Primera Guerra Mundial, muchos artistas rechazaron el caos de las vanguardias y buscaron refugio en la armonía. Intentaron reconstruir un mundo roto mediante lo que Jean Cocteau nombró “vuelta al orden”. Se escribió sobre ese momento que los artistas, desilusionados y resignados a un punto de cinismo en medio de la catástrofe, comenzaron a reflexionar sobre la verdad y el oficio. Este mundo se parece en algo a ese. Una parte está en guerra, el capitalismo actúa en su máxima potencia y se reproducen los ascensos del fascismo y regímenes de derecha. En Argentina, por distintos motivos, muchos viven una sensación opresiva y agobiante. “La luz entre nosotros” sucede en esa coyuntura pero no es una respuesta ni pretende la salida rápida al problema que podría ser refugiarse en sospechar rasgos de época. Un artista no sabe porqué hace lo que hace, sabe que hace y con eso alcanza. Las obras de arte suceden. Y no ocurren únicamente en galerías o instituciones, acontecen en la historia.


Alan Miller escribe que amamos a aquel que podría respondernos la pregunta acerca de quién somos. Esta afirmación ubica al amor en una coreografía imprecisa, una conversación donde alguien se pregunta algo y otro contesta pero no con palabras, porque las palabras son insatisfactorias. El arte a veces ocupa ese lugar, de un movimiento que no responde pero sucede en acto como efecto de otra cosa. Quizá por eso los dibujos y las fotografías de Ezequiel Black parecen no buscar ir hacia adelante sino hacia adentro. Van a contrapelo de su época. En un tiempo donde todo es imagen, él destaca otro orden de sensaciones; la fricción, el contacto. Un retorno al cuerpo que apela a la memoria, a un tiempo que no es cronológico sino de la huella, de la estela que deja el paso de alguien por nosotros. En una novela de Salinger, el protagonista expresa un anhelo extraordinario. Desea que si alguna vez consulta un psicoanalista, que éste sea lo bastante previsor como para hacer que acuda un dermatólogo a la consulta. Reconoce que tocar a ciertas personas le ha dejado cicatrices, que algunos colores y texturas humanas hicieron en su piel marcas permanentes. 


Borges, en su conferencia sobre la ceguera, narra cómo vive en un mundo indefinido del cual todavía emerge algún color, especialmente el amarillo, del cual aprecia su fidelidad y escribe “El oro de los tigres” para homeanjearlo. El período amarillo de Soldi sucede durante un tiempo en que el artista pintaba de noche, con luz de lampara, de modo que sus obras quedaban con esa tonalidad amarillenta. Van Gogh tomaba una droga para tratar sus crisis que le amarilleaban su visión, por eso insistía ese color en sus pinturas. Los colores son caprichos, accidentes, emociones. En los dibujos de Black el amarillo es pregnante, puro. Su paleta está en función de la memoria, testimonia la presencia de un cuerpo como la pisada del primer astronauta en la Luna, los graffitis de Pompeya o las rajaduras en los cuadros de Lucio Fontana. No dibuja con colores, usa la escala cromática por su capacidad de representar sensaciones. Colorea en función del espectro electromagnético, térmico. Los amarillos y rojos recuerdan al sol, al calor y el fuego. Los azules, verdes y violetas se relacionan con la profundidad, el agua y el frío. “La luz entre nosotros” es una exhibición valiosamente atemporal, romántica como los robots de ficción que insisten en indagar dónde puede aparecerles un rasgo que los haga parecer más humanos. Recordar un sueño, emocionarse con un poema o reconocer notas de una melodía. En esta muestra las cosas son lo que son en un afán casi científico. Exponen algo humano sin desconocer que no hay que esperar mucho de ahí, que son tan humanas la guerra como la poesía. Si vemos con atención, los dibujos, fotografías y esculturas que participan de la muestra son la arborescencia de momentos que se asemejan a los cuentos que leímos de niños, las canciones y películas donde esperábamos descubrir algo de la vida. Cada una de estas obras de arte son historias dirigidas a otros.



David Nahon, primavera de 2024.


 

23.10.24

Historia del libro

 


Se ha dicho mucho sobre escribir una página al día y al final del año tener un libro terminado. César Aira tiene ese hábito, por ejemplo. No es sencillo y además es bastante fastidiosa la imposición ¿una página al día de qué? ¿para qué? Trescientas sesenta y cinco páginas, la tarea de un condenado a escribir. Preparación para el amor de Leticia Obeid toma esa consigna, escribe casi todos los días hasta reunir doscientas ochenta y tres páginas y consigue un libro. Julia Cameron en “El camino del artista” dice que hay que escribir todas las mañanas tres páginas sin pensar, ofrece algunas instrucciones también. Después publicó al menos treinta libros más. No voy a decir nada al respecto porque no leí ninguno, excepto que no estoy de acuerdo en vivir el deseo como un deber.

En mi caso, aprendí a amar los libros antes de poder leerlos, sentado en el piso sin cerámicos al costado de la cama de mi papá mientras él leía. El único momento en que, extenuado de levantar techos ajenos, se volvía accesible. Mi papá ama los libros, pero sobre todo ama la idea de él leyendo. Cuando lo llamo al geriátrico, le pregunto acerca de alguna noticia de actualidad y me contesta que no mira televisión, que prefiere leer. Cuando mi mamá vivía, no hacía más que ver televisión. Estaba suspendido. Ahora me cuenta que en el baño del geriátrico hay una ventana, entonces pasa largos ratos ahí mirando la plaza de enfrente. Cuenta los autos estacionados, los que pasan. Mira los árboles, reconoce casi todos. Inventa historias. Una vez me contó un proyecto que tenía para un libro. Al comenzar la lectura, el lector iba a interpretar que se trataba de la descripción de una sociedad. Al final o en algún momento, íbamos a descubrir que se trataba de hormigas. De un hormiguero. A lo mejor no desconocía que, para Dostoievski, el hormiguero era su imagen favorita para describir el socialismo.

Hay libros y personas que nos alientan a fallar, a equivocarnos. En un pasaje de “La Cosa”, Heidegger se pregunta qué es lo que hace el alfarero cuando modela las paredes de un cántaro. “Da forma al vacío”, se contesta. El alfarero capta lo inaceptable del vacío, lo produce como un continente y le da la forma de vaso. Lo que hace del vaso una cosa es el vacío que contiene. Le da entidad al vacío. En “Recuerdos de la casa de los muertos”, Dostoyevski describe cómo los prisioneros, sin razón aparente, atacan a un guardia sabiendo que el castigo puede ser fatal. ¿Por qué? Porque en la esencia de lo humano está la posibilidad de la sorpresa. ¿Que sería el vacío? Algo nuevo, nada más. La posibilidad para un movimiento. Deleuze se ríe del miedo a la página en blanco. No está vacía, asegura. Al contrario, está tan llena de palabras leídas u oídas, de historias que dificultan poder escribir y no dejan lugar para nada más. Escribir es, fundamentalmente, borrar “un escritor nunca ve la hoja sobre la que escribe”, dice Pascal Quignard,” Solo los profesores y los periodistas hablan de la página en blanco. Yo nunca vi mi mano escribir”.

Donde viajo, llevo libros. Casi nunca los leo, incluso vuelvo con más cantidad de los que llevé. Creo que son pequeñas bibliotecas portátiles. Estuve tantos años de acá para allá que me volví un experto en encajar libros en bolsos. Me parece que me ayudan para hacer de cualquier lugar un hogar. ¿Por qué libros y no otra cosa? Me identifico con las plantas, pero son más difíciles de trasladar y mantener vivas. No se pueden pasar plantas por los aeropuertos, en cambio los libros son objetos compactos, apilables. Reemplazables también. No me apego a los libros, los necesito cerca, pero pueden ser intercambiables. Por ejemplo, de “La invención de la soledad”, la novela de Paul Auster, tuve tres o cuatro versiones. Una de ellas se la regalé a mi papá que, antes de irse a vivir a España, me la regaló de vuelta. Cuando me mudé a Buenos Aires la dejé en el departamento que alquilaba en Rosario y me la robaron. Lo que más lamenté es un mail que le había mandado a mi papá desde Argentina y él le pidió a mi mamá que lo imprima y estaba adentro del libro. Tengo una versión nueva de Seix Barral, pero la carta se perdió para siempre. Mi papá con el alzhéimer también. Por eso cuando mis libros se agotan, no hago re ediciones. Muy tempranamente tomé esa decisión. No ignoro que la frase “segunda edición” se ve muy bien impresa en la tapa, pero para mí que algo termine resulta una oportunidad imperdible para que empiece otra cosa. Si se agota un libro, escribo otro. Estoy muy atento a eso, una cosa es ser un escritor exitoso y otra ser un sujeto melancólico.

30.9.24

Historia del duelo

 




En verano me gusta pasar por la Avenida Coronel Díaz que está llena de tipas florecidas. La tipa es un árbol robusto, vigoroso, de flores amarillas. Cuando empiezan los primeros calores de diciembre, el piso se vuelve un espectáculo maravilloso, parecido al que ofrecen los ginkgos. A diferencia de estos, el volumen de tipas es mucho mayor de manera que las extensiones de amarillo son vastas. Thays las trajo del norte junto con los jacarandás y los ceibos, cuando fue nombrado director de Parques y Paseos de la Ciudad de Buenos Aires. Quería que la belleza de un parque natural no fuera solo para los ricos, que cualquiera pudiera caminar por el cielo de tonos morados, lilas y violetas de jacarandas en noviembre. 

Freud, en un texto que se llama “Lo imperecedero”, cuenta de su amigo poeta que amaba las flores pero no podía disfrutarlas porque en invierno morían. Le dice a este poeta que luego del invierno llega otra primavera, otra flor. Que esa reposición de la naturaleza podría ser una suerte de eternidad de la flor. No es la misma, pero vuelve. Lo anima a conciliar lo bello con lo perecedero, a renunciar su pretensión de eternidad para ganar la posibilidad de que llegue lo nuevo. Ese es el trabajo del duelo, la oportunidad de encontrarse un poco fuera de la angustia por la pérdida. Un amor, un objeto, una persona. Disfrutar esa flor de primavera porque después viene el verano, el otoño, el invierno y se termina. Pero si el duelo se hizo, uno queda vacante para que si hay suerte, llegue otra.

Algunos años atrás supervisando con la analista que llevaba el control de mi clínica, le conté de un paciente que había decidido suspender su análisis. Yo lamentaba esa decisión, seguramente como principiante temía haber hecho algo mal y ella intervino diciendo “Quizás vuelva”. No creo, le contesté. “Bueno”, me dijo, “volverá en otro. A veces los pacientes vuelven, pero en otros”. ¡Que palabra justa tuvo! Otra ocasión. Cada vez es que pasa algo. Vez por vez. Por eso no cabe bien o mal, la ocasión se pierde o se aprovecha. Nada más. Una oportunidad que se pierde una que vuelve. Ni bien ni mal, es.


22.9.24

El secreto. Eugenia Belin Sarmiento (1860 - 1952)

 


Hay imágenes para todo, todo es imagen. Si pensamos en un museo, la imagen es bastante sencilla, nos vamos a encontrar con una serie de objetos, material histórico, señalética y dispositivos pedagógicos para orientarnos al respecto de lo que estamos viendo. Este diseño rara vez varía y es reconfortante en algún sentido, porque esa repetición hace espacio para que la experiencia sea lo único que no esté determinado y haya que salir a buscarla. 

El Museo Histórico Sarmiento del barrio de Belgrano, Capital Federal, tiene esa particularidad. No es estrictamente un museo sobre Sarmiento ni acerca de la historia de la ciudad o de Nicolás Avellaneda que en una sala exhibe su biblioteca personal, pero contiene un poco de todo eso. Durante el recorrido se van sucediendo escenas, objetos, fotografías sin poder juntar exactamente de qué se trata. Uno ingresa a un edificio neorrenacentista enorme con la inmediata percepción de que algo falta, lo cual me parece fascinante porque expulsa al espectador que llega en posición de demanda. En el Museo Sarmiento hay que construir la experiencia, con todo lo de eventual y contingente que tiene un acontecimiento.

En ese orden de descubrimiento ocurrieron, para mí, las pinturas de Eugenia Belin Sarmiento, nieta de Faustino. Hasta ese momento lo único que conocía de la artista era su Retrato de María Amelia Sánchez de Loria, que Fabiana Barreda encuentra en un volquete y se convierte en una pieza fundamental de la muestra “El canon accidental”, la exhibición que rescata y muestra a pintoras mujeres que forman parte del acervo del Museo Nacional de Bellas Artes y rara vez son expuestas.


Las pinturas de Eugenia Belin están distribuidas en al menos dos salas del Museo, la más conocida es el retrato de su abuelo sentado en un sillón rojo capitoné, con un brazo apoyado sobre el escritorio entre papeles y libros. Las otras son el estudio de la mano de su abuelo y una naturaleza muerta que, según el inventario del Museo, representa “un racimo de uvas blancas y rosadas con hojas sostenidas por pedúnculos unidos al sarmiento”. Leo y descubro que el sarmiento es de donde brotan las hojas y los racimos en la vid.


El Museo Sarmiento posee un secreto fabuloso, más de cien pinturas y dibujos de Eugenia Belin. Un secreto al alcance porque consultando con el área de gestión de la colección se puede acceder al archivo digital de la pintora. Una analista me dijo que en los museos las obras de arte están muertas. Quizás haya alguna verdad en eso, que las obras de arte esperan de nosotros para existir. Algo maravilloso del invento de Freud es cuando un paciente llega al consultorio esperando algo del analista y se vuelve a casa habiendo podido dar algo. Reconociendo que lo que tiene es a dar, no a demandar. El museo Sarmiento como cualquier otro no promete nada, está ahí para quien desee encontrarse con algo. Quizás el Museo perfecto sea aquel que consigue desaparecer lo suficiente para que pueda existir una experiencia. 



2.9.24

Romanticismo tecnológico.

 


 

El primer hombre pisó la luna en 1969 y el último en 1972. Después no le interesó volver a nadie, parece que no es tan atractiva la luna ¡tanta ensoñación con su figura! 

Cuando alunizaron, Aldrin se unió a Armstrong en la superficie del Mar de la Tranquilidad y mirando la Tierra le dijo "Hermosa vista. Magnífica desolación". Me imagino que esta línea inaugura un momento nuevo del arte que se me ocurre llamar Romanticismo Tecnológico. Un acontecimiento donde la humanidad se enfrenta al universo mediante la potencia melancólica de la contemplación, primero mediante una ortopedia como telescopios, sondas espaciales o satélites y finalmente la exploración espacial humana.

 

Aldrin, de espaldas a la cámara, se parece al protagonista de El caminante sobre el mar de nubes, el personaje en la pintura de Caspar Friedrich que se asoma al abismo. Solamente doce personas miraron la tierra como él, como nosotros vemos la luna. El astronauta está rodeado de aislamiento y soledad, con la sensación de haber llegado a la meta frente a un escenario cósmico. La figura blanca de Aldrin se recorta en un cielo totalmente negro. El sol brilla, pero no se refleja en la superficie. Mientras Armstrong y Aldrin caminan por la superficie lunar, Collins orbita la luna. "En ese momento”, contó años después, "fui la persona más solitaria en todo el universo". Era tan alta la probabilidad de que sucediera una catástrofe, que la NASA había preparado un discurso para honrar las hipotéticas muertes de los astronautas. En una parte decía que los héroes serían llorados por una madre Tierra que se atrevió a enviar a tres de sus hijos hacia lo desconocido. La madre de Aldrin, se apellidaba Moon (Luna, en español) y se había suicidado un año antes del viaje. Este elemento más allá de la anécdota ayuda a construir la mitología de un viaje que aún se discute si existió o no, veracidad que, como en toda obra de arte, resulta intrascendente. 


 

Dicen los que fueron que hay un problema en la Luna para percibir la profundidad. Un objeto grande muy lejos parece similar a uno pequeño más cercano porque no hay casas, ni árboles, ni autos para estimar la escala como en la Tierra. En La Luna faltan referencias, las imágenes que tenemos del mundo no alcanzan. Cuando las representaciones no son suficientes, sucede la oportunidad para el ser humano de poder inventar. Esa es la vía que encontró William Turner, retratista del costado dramático de la naturaleza. A él se le atribuye una leyenda donde se hace atar al mástil de un barco durante horas. Al borde de la muerte, Turner absorbe el color, el efecto emotivo de la tormenta para luego pintarla. Al revés de Ulises, Turner se ata para someterse a la tentación de mirar. El mito seguramente es falso, pero es posible que Turner lo divulgara para acreditar su obra ante un público al que le resultaban imposibles el temperamento de sus colores, sus paisajes. 

 

Cuando Yuri Gagarin orbitó el espacio, sus primeras palabras fueron "La tierra es azul" ¿será este, acaso, un haiku? Gagarin inaugura la poética espacial, el Romanticismo tecnológico tiene su poeta, su bardo. Barthes escribió que el haiku reproduce el gesto del niño que muestra con el dedo alguna cosa, diciendo tan solo ¡esto!, ¡allá! El asombro, la emoción del poeta ante la contemplación de la realidad y de lo diminuto. Gagarin es el héroe trágico que descubre su verdad y regresa a casa para transmitirla, como Empédocles cuando se arroja al Etna para volver a las entrañas de la Naturaleza o el capitán Ahab de Moby Dick que empieza un camino de conocimiento hacia una inmensidad que concluye en él mismo.

 

En la Tierra los astronautas del Apolo 11 fueron recibidos como héroes, un adjetivo que les cayó pésimo, los arrastró a distintas miserias. Acusaron al programa espacial de no haberlos preparado para esa exposición, para el regreso a la Tierra ¿Quién podría entrenar a un ser humano para exponerse a la nada, al todo, al absurdo de la existencia en su expresión máxima de vacío? Nadie había caminado por la luna antes, nadie nos había visto en esa fragilidad extrema como nos vieron ellos desde el espacio, desde una perspectiva que hasta ese momento estaba destinada a los dioses, los ángeles o los muertos. En la tierra, a los hijos de Dios se les hace pagar caro su privilegio. Después de todo, ¿no es caer lo que le ocurre a los héroes? 

 

La visión de Luna es la contemplación de la muerte. Un mundo desértico que en algunos de sus pasajes se parece a la Pampa argentina. El camino más corto para atravesar La Pampa desde Buenos Aires es la 152, un camino resquebrajado, agujereado por cráteres que se conoce como “La ruta de la muerte”. Trescientos kilómetros de monotonía y soledad. Los viajeros a veces se accidentan víctimas del adormecimiento por viajar horas a través de la nada. En el siglo XIX, el escenario pampeano se convirtió en un reclamo estético para pintores y poetas. Schiaffino argumentó que la belleza de La Pampa era una invención de los poetas. En cambio para Eduardo Sívori, representar el carácter sublime pampeano se volvió un desafío. En un reportaje de 1896, el artista nos advierte: “Ahora me preparo a pintar una pampa inmensa, inconmensurable, que asuste”

 

En abril de 2022 la Nasa dio a conocer una fotografía de los restos del explorador Perseverance destruido sobre la superficie de Marte. La imágen muestra la carcasa trasera y el paracaídas supersónico devorado por el polvo y las piedras en el entorno dramático del suelo marciano. Como en los grabados de Piranesi, se ofrece la ruina de la tecnología humana desde la perspectiva devastadora de la naturaleza de la cual no es posible escapar. Marte es un mundo seco con evidencia de que en su superficie alguna vez hubo agua, lechos de ríos, deltas, terrenos inundables. Hoy está seco pero nosotros seguimos teniendo agua ¿Podría la Tierra convertirse en Marte? La curiosidad tiene mucha fuerza, podemos aprender de marte como muere un planeta.

 

El desarrollo de la tecnología digital y la biotecnología que comenzaron en 1970, ubican en nuestro tiempo una teórica Tercera Revolución Industrial. Otra vez la humanidad goza y padece alienación y deshumanización en una sociedad tecnificada. Durante el Romanticismo, la riqueza se desplazaba de la aristocracia a la burguesía. Ahora la desigualdad social y económica parecen retornar en una nueva forma de aristocracia que consume nuestro planeta como si se tratara de un bien fungible. ¿Cómo se ocupa el arte de este problema? Poniendo el cuerpo a los ataques de ambientalistas. Nuestras obras de arte retornan a su estatuto de soporte en blanco para ofrecerse a proyectiles, alimentos y pintura arrojados por manifestantes que ejecutan sus performances concientizadoras. La artista Claudia del Río ofrece una idea provocadora y potente sobre estos actos: “Amo este nuevo concepto de los derechos subjetivos de la naturaleza. Son posiciones extremas, pero podemos vivir sin esas obras maestras. Sin embargo la vida con el humo, herbicidas, etcétera, nos mata y pone de rodillas. La justicia ambiental debe legislarse como un derecho de la naturaleza”.

 

En una conferencia de 2021, el crítico Nicolas Bourriaud argumenta que “Hoy lo sublime es mucho más amenazante que antes, estamos rodeados de cosas sobre las que no tenemos ningún control. Nos enfrentamos a cosas que son más grandes que nosotros mismos y esa es la definición de lo sublime.”

 

"Magnífica desolación" dice Aldrin inscribiendo en un registro melancólico su presencia frente a la soledad absoluta. Si como Freud oponemos duelo a melancolía, parece que frente a la inmensidad algo se pierde, algo insoportable de perder.  A Yuri Gagarin se le atribuyó haber dicho desde el espacio “No veo ningún Dios aquí arriba” Esa frase le hacía falta a la parte de la humanidad que necesitaba separar lo sublime de Dios. En el espacio se juega la supervivencia de un modo desconocido, el espíritu suspende todo movimiento induciendo a una especie de éxtasis como el de los santos. Lacan define lo sublime como el punto más elevado de lo que está abajo, lo Real. Y la belleza es el último filtro ante el horror de lo Real, al terror que implica nuestra carencia y finitud. En el espacio ese filtro se cae y la belleza se presenta en un estado absoluto. Quien mira la tierra desde el espacio deja de ser espectador, desaparece lo sublime y solo queda el horror. Nadie estuvo tan cerca del cielo como los astronautas para volver y testimoniar que, paradójicamente, allí no hay Dios y sin embargo es imposible no sentir su ausencia.

Quemar, destruir, volver a empezar.

 





Desde Eróstrato prendiendo fuego al Templo de Artemisa para hacerse famoso hasta los ambientalistas reclamando por la emergencia climática, atentar, destruir o quemar obras de arte son actos de extensa tradición en la historia de la cultura. ¿Por qué al arte? o, mejor aún ¿por qué no, si precisamente los movimientos de vanguardia se ocuparon de la destrucción del pasado como núcleo esencial de sus manifiestos y una parte del arte contemporáneo utiliza la destrucción como medio?. Robert Rauschenberg borra una pintura de Willem de Kooning, Jake y Dinos Chapman compran grabados originales de Goya y le pintan caras de payasos, Ai Weiwei destroza contra el piso patrimonio histórico de su país. En 1960, Marta Minujin escribe en su diario “Nadie a los diecinueve años logra cosas en París como yo lo he hecho” después de quemar en un baldío toda su producción parisina en un primer happening que llamó “La destrucción”. Un poco antes, Raphael Ortiz destruía sillas, sofás y colchones en acciones que situaba en el movimiento Arte Destructivo. Ortiz  interpretaba estos elementos domésticos como sustitutos del cuerpo al mismo tiempo que Alberto Greco se dibuja la palabra “Fin” en la palma de su mano izquierda y sobre la bañera donde muere por sobredosis de barbitúricos escribe “Esta es mi mejor obra”. Cuando Greco se suicida, lo que destruye es su obra. 


En un momento de su vida, el geólogo húngaro Laszlo Toth descubre que es Jesucristo y busca interesar sobre su revelación a la humanidad. Irrumpe en la capilla de San Pedro y golpea a martillazos La Piedad de Miguel Ángel mientras grita “¡soy Jesucristo y he vuelto de la muerte!”. ¿Contra qué golpea el martillo de Toth? Vaya uno a saber, pero no desconocemos que la escultura representa a la Virgen María sosteniendo a Cristo tras la crucifixión. Si Toth es Jesucristo, entonces los golpes caen sobre su madre. Toth y Miguel Angel golpean el mismo mármol guiados por distintas pulsiones. Diferente es el cálculo del artista Pierre Pinoncelli cuando se la agarra a martillazos contra el mingitorio de Duchamp. A diferencia de Toth, los golpes de Pinoncelli se encuentran con el artefacto perfecto Duchampiano que lo devora todo. Antes de golpearlo, lo orina para “rescatar el trabajo de su estado icónico inflado y devolverlo a su función original como urinario”. Falso, o peor, inutil. Si algo aprendió el arte fue a soportar los golpes y devolverlos en forma de obra. En eso se parecen el capitalismo al arte, asimilan los alzamientos en su contra y los engullen. Hacen agua de las piedras, la envasan y la venden. 


Después de catalogar absolutamente todas sus pertenencias y destruirlas, Michael Landy dijo que el transcurso de esa acción fue la semana más feliz de su vida. No queda otra, si el arte todavía guarda una sorpresa hay que ir a buscarla entre sus ruinas. En su performance, Landy destroza obras de Tracey Emin, Gary Hume y Damien Hirst de su colección particular. Veinte años después va a ser el propio Damien Hirst quien prenda fuego alrededor de diez mil de sus pinturas de puntos digitalizadas previamente para ser vendidas en el mercado de criptomonedas. Al año siguiente, el empresario Martin Mobarak quema un dibujo de Frida Kahlo con el propósito de convertirlo en cripto arte. Mobarak no tenía más intención que hacer dinero, pero su acontecimiento reúne muchas condiciones de performance radical. Kazimir Malevich proponía quemar los museos para abrir el camino hacia un arte verdadero y vital, suponiendo que si el público analizaba las cenizas de la historia del arte en lugar de las obras, surgirían ideas más vitales que cualquier imagen. 

Malevich descubre antes que Lacan que el cuadro es un artefacto para hacernos deponer la mirada, como el soldado que depone sus armas, sometidos a eso que se nos da a mirar para darle de comer a los ojos. Las cenizas de la obra podrían representar lo que queda por fuera de la mirada, pero no en términos de sentido sino de experiencia, de descubrimiento. Lacan nos invita a emancipar la mirada por la vía de la sutileza, del detalle. Alain Miller describe ese movimiento como un intento de poesía, el acto mínimo contra la monumentalidad de la barbarie que intenta matar el pensamiento con fuego.


Antes de descubrir el psicoanálisis, Freud se entera de que el crítico Giovanni Morelli había inventado un método para distinguir el original de una copia. Freud escribe que Morelli llegó a estos resultados prescindiendo de la impresión del conjunto, acentuando la importancia de lo más pequeño como la estructura de las uñas, los dedos, el pabellón de la oreja y otros elementos mínimos que el copista descuida al imitar. Freud atribuye el nacimiento del psicoanálisis a su inspiración en Morelli. 


No sabemos porque se crean o destruyen obras de arte, la respuesta seguramente es singular, vez por vez. Así como tampoco hay una destrucción que sea la buena ni crear es lo opuesto a destruir. Cada uno de estos acontecimientos propone a quien lo desee una torsión nueva. Crear se podría enmarcar en una erótica que provee al ser hablante del empuje necesario para contrarrestar lo destructivo, permitiendo así conservar la vida. Destruir, si tenemos la suerte de no entrar en una discusión moral, es una vuelta más que se le da a la cosa, al objeto obra. Otra experiencia. Una transformación dentro de las posibles que no satisfaga con sentidos, por el contrario, que agujeree y vacíe para poder empezar de nuevo tantas veces como personas.