Hay imágenes para todo, todo es imagen. Si pensamos en un museo, la imagen es bastante sencilla, nos vamos a encontrar con una serie de objetos, material histórico, señalética y dispositivos pedagógicos para orientarnos al respecto de lo que estamos viendo. Este diseño rara vez varía y es reconfortante en algún sentido, porque esa repetición hace espacio para que la experiencia sea lo único que no esté determinado y haya que salir a buscarla.
El Museo Histórico Sarmiento del barrio de Belgrano, Capital Federal, tiene esa particularidad. No es estrictamente un museo sobre Sarmiento ni acerca de la historia de la ciudad o de Nicolás Avellaneda que en una sala exhibe su biblioteca personal, pero contiene un poco de todo eso. Durante el recorrido se van sucediendo escenas, objetos, fotografías sin poder juntar exactamente de qué se trata. Uno ingresa a un edificio neorrenacentista enorme con la inmediata percepción de que algo falta, lo cual me parece fascinante porque expulsa al espectador que llega en posición de demanda. En el Museo Sarmiento hay que construir la experiencia, con todo lo de eventual y contingente que tiene un acontecimiento.
En ese orden de descubrimiento ocurrieron, para mí, las pinturas de Eugenia Belin Sarmiento, nieta de Faustino. Hasta ese momento lo único que conocía de la artista era su Retrato de María Amelia Sánchez de Loria, que Fabiana Barreda encuentra en un volquete y se convierte en una pieza fundamental de la muestra “El canon accidental”, la exhibición que rescata y muestra a pintoras mujeres que forman parte del acervo del Museo Nacional de Bellas Artes y rara vez son expuestas.
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