Después de la Primera Guerra Mundial, muchos artistas rechazaron el caos de las vanguardias y buscaron refugio en la armonía. Intentaron reconstruir un mundo roto mediante lo que Jean Cocteau nombró “vuelta al orden”. Se escribió sobre ese momento que los artistas, desilusionados y resignados a un punto de cinismo en medio de la catástrofe, comenzaron a reflexionar sobre la verdad y el oficio. Este mundo se parece en algo a ese. Una parte está en guerra, el capitalismo actúa en su máxima potencia y se reproducen los ascensos del fascismo y regímenes de derecha. En Argentina, por distintos motivos, muchos viven una sensación opresiva y agobiante. “La luz entre nosotros” sucede en esa coyuntura pero no es una respuesta ni pretende la salida rápida al problema que podría ser refugiarse en sospechar rasgos de época. Un artista no sabe porqué hace lo que hace, sabe que hace y con eso alcanza. Las obras de arte suceden. Y no ocurren únicamente en galerías o instituciones, acontecen en la historia.
Alan Miller escribe que amamos a aquel que podría respondernos la pregunta acerca de quién somos. Esta afirmación ubica al amor en una coreografía imprecisa, una conversación donde alguien se pregunta algo y otro contesta pero no con palabras, porque las palabras son insatisfactorias. El arte a veces ocupa ese lugar, de un movimiento que no responde pero sucede en acto como efecto de otra cosa. Quizá por eso los dibujos y las fotografías de Ezequiel Black parecen no buscar ir hacia adelante sino hacia adentro. Van a contrapelo de su época. En un tiempo donde todo es imagen, él destaca otro orden de sensaciones; la fricción, el contacto. Un retorno al cuerpo que apela a la memoria, a un tiempo que no es cronológico sino de la huella, de la estela que deja el paso de alguien por nosotros. En una novela de Salinger, el protagonista expresa un anhelo extraordinario. Desea que si alguna vez consulta un psicoanalista, que éste sea lo bastante previsor como para hacer que acuda un dermatólogo a la consulta. Reconoce que tocar a ciertas personas le ha dejado cicatrices, que algunos colores y texturas humanas hicieron en su piel marcas permanentes.
Borges, en su conferencia sobre la ceguera, narra cómo vive en un mundo indefinido del cual todavía emerge algún color, especialmente el amarillo, del cual aprecia su fidelidad y escribe “El oro de los tigres” para homeanjearlo. El período amarillo de Soldi sucede durante un tiempo en que el artista pintaba de noche, con luz de lampara, de modo que sus obras quedaban con esa tonalidad amarillenta. Van Gogh tomaba una droga para tratar sus crisis que le amarilleaban su visión, por eso insistía ese color en sus pinturas. Los colores son caprichos, accidentes, emociones. En los dibujos de Black el amarillo es pregnante, puro. Su paleta está en función de la memoria, testimonia la presencia de un cuerpo como la pisada del primer astronauta en la Luna, los graffitis de Pompeya o las rajaduras en los cuadros de Lucio Fontana. No dibuja con colores, usa la escala cromática por su capacidad de representar sensaciones. Colorea en función del espectro electromagnético, térmico. Los amarillos y rojos recuerdan al sol, al calor y el fuego. Los azules, verdes y violetas se relacionan con la profundidad, el agua y el frío. “La luz entre nosotros” es una exhibición valiosamente atemporal, romántica como los robots de ficción que insisten en indagar dónde puede aparecerles un rasgo que los haga parecer más humanos. Recordar un sueño, emocionarse con un poema o reconocer notas de una melodía. En esta muestra las cosas son lo que son en un afán casi científico. Exponen algo humano sin desconocer que no hay que esperar mucho de ahí, que son tan humanas la guerra como la poesía. Si vemos con atención, los dibujos, fotografías y esculturas que participan de la muestra son la arborescencia de momentos que se asemejan a los cuentos que leímos de niños, las canciones y películas donde esperábamos descubrir algo de la vida. Cada una de estas obras de arte son historias dirigidas a otros.
David Nahon, primavera de 2024.
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