16.3.25


Oprah Winfrey, en una entrevista de hace algunos años, contó que “No tenía idea de que ser yo misma me podía volver tan rica como soy”. Pudo algo, sin saberlo. Emancipada del Yo que quiere dominar, que nos dice que hay que ser. Rico, por ejemplo. Eso es un Yo, una imagen que el sujeto se crea de sí mismo. 

Esa es la contienda en la cabeza de Kafka cuando escribe. Se le impone el buen hacer, se aliena y no concluye ninguna de sus novelas. En varias de las cartas a su novia Felice, Kafka se queja de una novela en proceso que menciona como “El desaparecido”. “Lo escrito es miserable”, le confiesa. “La historia me ha rechazado” le cuenta a Felice que llega a un punto en el cual se considera incapaz de perseverar en la novela. Abandona ese proyecto y empieza a escribir La metamorfosis. Entonces Kafka no escribe una novela que se llama América. Max Brod, amigo y colega del escritor, que no le importa nada de esto porque él se identifica con su misión que hacer trascender la obra de su amigo, después de la muerte de Kafka publica los textos inconclusos que el autor detestaba. A uno de ellos Brod lo bautiza con el nombre América

En ese escrito, el protagonista Karl Rossmann es enviado con dieciséis años a América del Norte por sus padres castigado por haber embarazado a una criada. El texto empieza así, sin más, no hay tiempo que perder en deliberaciones morales. Nietzsche cree en el hombre auténtico como alguien que trasciende los límites de la moral convencional en un intento de decidir por sí mismo sobre el bien y el mal, un amoral. Kafka se desembaraza temporalmente del bien hacer y hace. Rossmann llega a la ciudad de Nueva York y se encuentra desde el barco con la visión de la Estatua de la Libertad sosteniendo una espada. Quizás, esta imagen deformada no sea más que una confusión con la otra Estatua de la Libertad, la que adorna el Capitolio en Washington. Pero no es un dato trivial en el contexto de independencia que Kafka asume mientras escribe. El texto deriva, parece un juego donde el participante oscila, avanza y retrocede. A Rossmann ni siquiera le interesa bajarse del barco. Mira y esa relación especular que tiene con Nueva York la va a tener con la vida como si fuera un fenómeno extraterrestre. Ve todo, describe todo. Testimonia el sinsentido de una vida. 

Rossmann es expulsado como Adán pero va a dar a otro Paraíso, el del Sueño Americano. En su aventura aloja toda ausencia de lógica. Se sorprende pero la sorpresa no lo detiene, lo impulsa. Contrario a la mayoría de nosotros que se nos impone ordenar el mundo para luego vivir en él, Karl no busca la homeostasis, soporta bien el absurdo. Juega el juego de la vida. 

En el último capítulo de la novela, “El teatro al aire libre de Oklahoma”, Karl ve en una esquina un cartel que anuncia “¡En el hipódromo se contratará hoy, desde las seis de la mañana hasta la medianoche, personal para el Teatro de Oklahoma! ¡Todos son bienvenidos! ¡El que quiera hacerse artista, preséntese!” En ese epítome “todos son bienvenidos”, Karl hace una lectura de redención. A nadie le interesa ser artista, asume Karl, pero si todos quieren ser pagados por su trabajo. ¿Qué trabajo? El cartel no aclara nada pero el protagonista se ve tentado por la oferta. Aunque fuese mentira, querían tomar gente y eso era suficiente para él. Se presenta en el lugar y la primera imagen es, a la entrada al hipódromo, una tarima sobre la cual centenares de mujeres vestidas de ángeles tocan trompetas doradas. Karl se encuentra entre ellas a una conocida que lo invita a probar el sonido de su instrumento, Karl lo ejecuta con torpeza y pregunta si es suficiente para obtener el puesto. La joven dice que sí, ¡todos pueden trabajar en el Gran Teatro! En la pesquisa de Karl para inscribirse es donde los rasgos de la escritura de Kafka se hacen más presentes, en lo laberíntico y ridículo del recorrido burocrático. Es consultado por sus capacidades, estudios, oficios. Karl no tiene casi ninguno, es un jovencito arrojado al mundo con algo más que un paraguas que olvida en el barco. Karl miente y su mentira se va empastando. Finalmente lo contratan como actor y el personaje descubre que la tarea es más o menos sencilla, lo remuneran para hacer de sí mismo. 

Kafka se somete en su determinación de llevar adelante una novela que no va a ninguna parte. El arrojo hacia una literatura emancipada lo devora como al capitán Ahab de Moby Dick que, consumido por su cosa, lanza el arpón pero el hilo se le enrolla alrededor del cuello, lo arrastra fuera de su bote y lo ahoga. Américaes la descripción de su lucha por llevar hasta el final esa novela loca que avanza como un barco en la oscuridad. En una entrada de su diario, Kafka identifica que cuando escribe una oración cualquiera, por fuera de un relato específico, la reconoce perfecta. Esa es la clave en la que escribe “América”, su plan. Deriva, escribe oblicuo desplazándose por la descripción de una América fordista, complicada por la ferocidad incipiente del capitalismo. Su deseo de soberanía por sobre las determinaciones de escribir lo van expulsando del trabajo. A Kafka también se le impone hacer de sí mismo y esa tarea imposible talla el destino de una novela que vacila hasta extinguirse sin conclusión. Toda su carrera de novelista va a quedar enredada en esa insatisfacción, El proceso y El castillo también quedan en el camino. Kafka es un escritor moderno lanzado a su cosa, no le importa tomar de otros autores y trasladarlo a su escritura. Lee a Dostoievski, absorbe de Crimen y Castigo, “A la mañana siguiente se despertó tarde, tras un sueño agitado que no lo había descansado. Raskolnikov se había retirado deliberadamente como una tortuga bajo su caparazón» y devuelve en la Metamorfosis «Al despertar Gregorio Samsa una mañana, tras un sueño intranquilo, se encontró en su cama convertido en un monstruoso insecto. Hallábase echado sobre el duro caparazón.» No es ausencia de creatividad, Kafka no tiene donde llegar. Enfermo de tuberculosis, sabe que va a morir tempranamente. Su literatura a veces parece una historia clínica. Los personajes de “El proceso” y “La metamorfosis” experimentan los mismos dolores que él atravesaba durante esos periodos. Si se está en este mundo, afirma Hamlet en la tragedia de Shakespeare, no es porque lo que nos ofrezca sea agradable, sino porque tememos aquello que no conocemos. Kafka no puede no escribir, pero conoce que para poder escribir no hace falta saber. “Convencido hasta el último momento de lo defectuoso de su escritura, no tuvo tiempo para decir todo lo que llevaba dentro», escribe Benjamin Balint, un biógrafo del escritor. Kafka, como Karl, hace, no se detiene en el detalle de concluir una novela. Empieza otra. Al final de su vida, queda afónico por problemas de laringe hasta que finalmente se le prohíbe hablar y solo se comunica mediante la escritura. Es el escritor total, pierde la voz a favor de convertirse en pura literatura. 

Oscar Masotta, quien también presentaba dificultades al momento de la practica en la escritura, relata en la presentación de Sexo y traición algo de su problema. “Quería ser escritor y cuando intentaba hacerlo encontraba que no conocía el nombre de las cosas. Si el personaje de mi novela debía caminar por la calle, y había que decir ‘que caminaba bajo los árboles’, no sabía determinar qué árboles ¿’Pitas’ o ‘cipreses’? ¿Se dan cuenta de la locura? Lo siniestro era el descubrimiento de aquel idiotismo. Yo, seguramente un idiota mental, pretendía escribir. Tenía miedo. Ese miedo nunca me ha abandonado. O mejor: el miedo nunca me ha abandonado”.

Querer escribir es tener que escribir, una promesa. Dostoievski, el admirado por Kafka, en Los Endemoniadoshace referencia al problema del rol que agobia al personaje de América. Uno de los protagonistas cita a Los viajes de Gulliver: “Hay una escena -escribe- donde Gulliver, que antes ha estado en el país de los liliputienses donde los habitantes no pasaban los nueve centímetros de altura, al volver a su tierra llegó a considerarse como un gigante . Caminando por las calles de Londres, gritaba a los transeúntes y los carruajes que se quitasen de delante y cuidasen de que no los atropellase”. Gulliver una vez fue gigante, ahora no puede dejar de serlo condenado a las identificaciones hasta obtener un nuevo semblante en otro viaje. Queda alienado al ser que tiene que ser. 

Lacan formula que al sujeto le quedan dos opciones, la petrificación o el sentido. La petrificación le permite adquirir un ser, pero al precio de perder el sentido. Petrificación refiere a un estado en el que el sujeto queda atrapado, inmovilizado por el lenguaje. Mientras que el sentido es la apertura a nuevas posibilidades. Aquí sentido no está en términos existenciales, sino en relación con el deseo. Es decir que el sujeto puede quedar limitado o liberado por el lenguaje. En cambio al sentido siempre hay algo que se le escapa, un goce que resiste. 

En el tramo final del libro, cuando a Karl Rossmann le preguntan su nombre se estremece. “Lo había callado tanto tiempo que sentía pudor en decirlo. Como en ese momento no se le vino a la cabeza ningún otro nombre repitió uno que le habían puesto en su último trabajo, Negro”. Rossmann es un soberano absoluto sobre su existencia, ha perdido todo lo que le dieron, hasta su nombre. Karl no tiene que ser nada, es. Al final de la novela, el protagonista se va extinguiendo y se inscribe a sí mismo con un color. Desaparece en el teatro de Oklahoma aplastado por un seudónimo, se vuelve nada y todo. En el epílogo a la tercera edición, Max Brod hace una aclaración trascendental, menciona que la obra entera es citada en el diario de Kafka con el nombre de “el desaparecido”. 

Las novelas de Kafka no concluyen porque no tiene que ser escritor, quiere escribir como Sísifo con su piedra. Insistir, volver a empezar. Quizás por eso sus personajes permanecen atrapados, a él no le interesa escribir sobre la libertad, le importa vivir la propia. Su deseo no necesita forma porque la obtiene en el goce con la acción. Para él escribir es puro acto. 

Su última petición es que se incinere todo lo que dejó atrás. Cuadernos, manuscritos, cartas, borradores, deberán incinerarse sin leerse hasta la última página. Para poder interpretarse a sí mismo en el teatro del mundo, tiene que faltar su obra. Fallar para que exista la posibilidad de una nueva, estar inconclusa para que su vida tenga una valor de presencia, haga falta una próxima obra. En el Seminario XI, Lacan dice que el fin del análisis es la distancia máxima entre el ideal y el deseo. Que el bienestar llega cuando no se está alienado al “deber ser”, al “ser” que el ideal me impone que tengo que ser. Ahí recién uno puede ir y hacer su cosa, su cosa pequeña, casi insignificante. ¡Hasta el amor es una cosa pequeña! Después de todo, eso es la vida. Uno hace hasta que se muere. Nada más.

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