Desde Eróstrato prendiendo fuego al Templo de Artemisa para hacerse famoso hasta los ambientalistas reclamando por la emergencia climática, atentar, destruir o quemar obras de arte son actos de extensa tradición en la historia de la cultura. ¿Por qué al arte? o, mejor aún ¿por qué no, si precisamente los movimientos de vanguardia se ocuparon de la destrucción del pasado como núcleo esencial de sus manifiestos y una parte del arte contemporáneo utiliza la destrucción como medio?. Robert Rauschenberg borra una pintura de Willem de Kooning, Jake y Dinos Chapman compran grabados originales de Goya y le pintan caras de payasos, Ai Weiwei destroza contra el piso patrimonio histórico de su país. En 1960, Marta Minujin escribe en su diario “Nadie a los diecinueve años logra cosas en París como yo lo he hecho” después de quemar en un baldío toda su producción parisina en un primer happening que llamó “La destrucción”. Un poco antes, Raphael Ortiz destruía sillas, sofás y colchones en acciones que situaba en el movimiento Arte Destructivo. Ortiz interpretaba estos elementos domésticos como sustitutos del cuerpo al mismo tiempo que Alberto Greco se dibuja la palabra “Fin” en la palma de su mano izquierda y sobre la bañera donde muere por sobredosis de barbitúricos escribe “Esta es mi mejor obra”. Cuando Greco se suicida, lo que destruye es su obra.
En un momento de su vida, el geólogo húngaro Laszlo Toth descubre que es Jesucristo y busca interesar sobre su revelación a la humanidad. Irrumpe en la capilla de San Pedro y golpea a martillazos La Piedad de Miguel Ángel mientras grita “¡soy Jesucristo y he vuelto de la muerte!”. ¿Contra qué golpea el martillo de Toth? Vaya uno a saber, pero no desconocemos que la escultura representa a la Virgen María sosteniendo a Cristo tras la crucifixión. Si Toth es Jesucristo, entonces los golpes caen sobre su madre. Toth y Miguel Angel golpean el mismo mármol guiados por distintas pulsiones. Diferente es el cálculo del artista Pierre Pinoncelli cuando se la agarra a martillazos contra el mingitorio de Duchamp. A diferencia de Toth, los golpes de Pinoncelli se encuentran con el artefacto perfecto Duchampiano que lo devora todo. Antes de golpearlo, lo orina para “rescatar el trabajo de su estado icónico inflado y devolverlo a su función original como urinario”. Falso, o peor, inutil. Si algo aprendió el arte fue a soportar los golpes y devolverlos en forma de obra. En eso se parecen el capitalismo al arte, asimilan los alzamientos en su contra y los engullen. Hacen agua de las piedras, la envasan y la venden.
Después de catalogar absolutamente todas sus pertenencias y destruirlas, Michael Landy dijo que el transcurso de esa acción fue la semana más feliz de su vida. No queda otra, si el arte todavía guarda una sorpresa hay que ir a buscarla entre sus ruinas. En su performance, Landy destroza obras de Tracey Emin, Gary Hume y Damien Hirst de su colección particular. Veinte años después va a ser el propio Damien Hirst quien prenda fuego alrededor de diez mil de sus pinturas de puntos digitalizadas previamente para ser vendidas en el mercado de criptomonedas. Al año siguiente, el empresario Martin Mobarak quema un dibujo de Frida Kahlo con el propósito de convertirlo en cripto arte. Mobarak no tenía más intención que hacer dinero, pero su acontecimiento reúne muchas condiciones de performance radical. Kazimir Malevich proponía quemar los museos para abrir el camino hacia un arte verdadero y vital, suponiendo que si el público analizaba las cenizas de la historia del arte en lugar de las obras, surgirían ideas más vitales que cualquier imagen.
Malevich descubre antes que Lacan que el cuadro es un artefacto para hacernos deponer la mirada, como el soldado que depone sus armas, sometidos a eso que se nos da a mirar para darle de comer a los ojos. Las cenizas de la obra podrían representar lo que queda por fuera de la mirada, pero no en términos de sentido sino de experiencia, de descubrimiento. Lacan nos invita a emancipar la mirada por la vía de la sutileza, del detalle. Alain Miller describe ese movimiento como un intento de poesía, el acto mínimo contra la monumentalidad de la barbarie que intenta matar el pensamiento con fuego.
Antes de descubrir el psicoanálisis, Freud se entera de que el crítico Giovanni Morelli había inventado un método para distinguir el original de una copia. Freud escribe que Morelli llegó a estos resultados prescindiendo de la impresión del conjunto, acentuando la importancia de lo más pequeño como la estructura de las uñas, los dedos, el pabellón de la oreja y otros elementos mínimos que el copista descuida al imitar. Freud atribuye el nacimiento del psicoanálisis a su inspiración en Morelli.
No sabemos porque se crean o destruyen obras de arte, la respuesta seguramente es singular, vez por vez. Así como tampoco hay una destrucción que sea la buena ni crear es lo opuesto a destruir. Cada uno de estos acontecimientos propone a quien lo desee una torsión nueva. Crear se podría enmarcar en una erótica que provee al ser hablante del empuje necesario para contrarrestar lo destructivo, permitiendo así conservar la vida. Destruir, si tenemos la suerte de no entrar en una discusión moral, es una vuelta más que se le da a la cosa, al objeto obra. Otra experiencia. Una transformación dentro de las posibles que no satisfaga con sentidos, por el contrario, que agujeree y vacíe para poder empezar de nuevo tantas veces como personas.
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